Acerca de Marina Curci
Guillermo Roux
Catálogo Piso 25, Noviembre de 2004
Pastizales y jardines
Laura Malosetti Costa
Catálogo Semillas, Diciembre de 2006
Hojas de Hierba
Elba Pérez
Télam / Cultura, Enero de 2007
La Antártida según Marina Curci
Laura Malosetti Costa
Catálogo Detrás del Círculo Polar, Julio de 2008
Marina Curci. Más allá del límite
Luis Espinosa
Ramona, 2008
Marina Curci en Galería RO
Kekena Corvalán
Leedor, 2008
Marina Curci: En el bosque
Kekena Corvalán
Leedor, 2010
Sobre la pintura de Marina Curci
Guillermo Roux
Catálogo En el bosque, Septiembre de 2010
Marina Curci: Abismo
Kekena Corvalán
Leedor, Agosto de 2012
Florescencia
Olga Correa
Septiembre de 2014
Presentación del libro Botánica
Paula Zacharias
Abril de 2016
Ecosistema
Pablo Solo Díaz
Las Flores, Septiembre de 2017
Conozco a Marina Curci desde hace algunos años.

Primero como alumna, luego como profesora de nuestro Taller y valiosa ayudante en la pintura que estoy realizando en el lobby de la torre del Bank Boston.

A lo largo de ese tiempo y en todas las instancias, Marina puso en evidencia su vocación por la pintura y su firme capacidad de trabajo.

Pero nada de esto sería suficiente sin talento y Marina Curci lo tiene.

Destacar estos valores, que un “Mercado de Arte” condicionado ignora con demasiada frecuencia, es el objeto de estas exposiciones anuales que realiza nuestro Taller.

Durante los años en que trabajé en la pintura mural de la Torre, Marina, en los momentos libres y gracias a la oportunidad que le dieron en esa Institución, pudo plantar su caballete en un rincón del Piso 25, que en aquel momento estaba destinado a depósito, y concretar esta notable serie de témperas que muestra hoy a consideración del público.

Desde los espacios vidriados del Piso 25 vio por primera vez la ciudad en 360º. El río, los docks, los depósitos del puerto, la estación Retiro, la plaza San Martín, el Obelisco, conformaron el misterioso panorama que su privilegiada mirada transformó en un canto de grises y de formas.

A Marina le gusta escalar montañas, le atraen las alturas y los grandes espacios. Sueña, por ejemplo, con los hielos de la Antártida y con largos viajes oceánicos. Los primeros dibujos que vi de ella, cuando la conocí en la Escuela de la Cárcova, eran traducciones en acuarela del cielo de la Capilla Sixtina. Intuyo que secretamente la impulsa un sentimiento religioso, el que tienen los escaladores y los solitarios que se conmueven con el misterio de la naturaleza.

Viene a mi memoria la carta en que Petrarca relata su ascenso al Mont Ventoux, cerca de Aviñón, en 1336. En esa carta, lo que aparenta ser la descripción de una escalada es en realidad una alegoría: el deseo de alcanzar la cumbre no responde tanto a la resuelta ambición del montañista como a la difícil y dolorosa aspiración del hombre en busca de alturas espirituales.
Ése es el espíritu que anima nuestro Taller y a Marina Curci.

Guillermo Roux
Noviembre de 2004

Creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas, Y que la hormiga es perfecta, y que también lo son el grano de arena y el huevo del zorzal. Y que la rana es una obra maestra, digna de las más altas, Y que la zarzamora podría adornar los salones del cielo, Y que la menor articulación de mi mano puede humillar a todas las máquinas.

Walt Whitman, Canto de mí mismo, 31
(en la traducción de Jorge Luis Borges)

Imaginar la mirada de una hormiga: inmensos pastos, simples, sin nombre. Yuyos monumentales, yuyos silvestres con sus flores, ocupando todo el espacio visual. Ese es el punto de vista privilegiado por Marina Curci en sus Pastizales y jardines.

La inmensidad la atrae como un abismo. De algún modo la capturó la obsesión por el sublime de la pampa, tan persistente en nuestra cultura y tan difícil de representar. Sin embargo, Marina se aparta del camino trazado: esa mirada tendida a lo lejos desde un punto de vista alto, lo más alto posible.

En realidad parece tomar exactamente el partido contrario, bajando su punto de vista tanto como para llegar a mirar de frente a los yuyos y retratarlos.

El primer plano de sus dibujos, acuarelas y témperas llega a ser un laberinto de tallos y hojas entrecruzados, una maraña inextricable y mínima que cabría en la palma de una mano. El espacio de sus obras se satura en la tierra.
El horizonte queda fuera de campo y los pastos adquieren una dimensión formidable.

Ella vive en la ciudad. Y es desde allí que imagina y produce esos pastizales inmensos, con las hierbas de su jardín. Admira las plantas indeseadas, las que crecen en los intersticios de las baldosas y en los bordes de la calle, las que la gente arranca de su jardín. Las ve heroicas, como un gesto de resistencia de la tierra, el recuerdo de que la ciudad alguna vez fue campo. Sobre todo, admira a los dientes de león: esos yuyos de flores amarillas que se transforman después en una constelación de finísimas hebras transparentes. Y vuelan, cuando las sopla el viento o los niños. Ese yuyo la cautivó, dice ella: “por su extraña formación como si tuviese la brisa de los amplios espacios contenida en su estructura frágil y circular que imita al mundo”.

En cierto momento, su actitud frente a la naturaleza tuvo un giro decisivo, y pasó de la contemplación respetuosa y reverente frente a sus misterios, a producir intervenciones (“me dí cuenta de que yo también soy naturaleza y me lo permití”, explica).

La distancia – la mínima distancia – entre ella y su objeto se siguió acortando: ya no contempla sino que cosecha, atesora, momifica, dispone y compone para luego trasladar sus “jardines” a las dos dimensiones de la representación gráfica.

Un rincón de su taller se ha transformado en una suerte de jardín fantasma, un poco decrépito e inquietante, poblado de yuyos y hierbas secas. Sus jardines son como pastizales domésticos, (¿trágicos?). Y acerca tanto el punto de vista que llega a rozar la abstracción. Su mirada tiene una cualidad dual, por momentos tan minuciosa como aguda en otros para captar el juego de las manchas y mínimas estructuras formales que subyacen un mundo natural apenas reconocible.

Marina trabaja con gran maestría a la carbonilla, a la acuarela, la témpera y el pastel. Ha sido discípula de un virtuoso de estas técnicas sutiles: Guillermo Roux.

Además experimenta una verdadera pasión por los materiales (la “cocina” de la pintura): fabrica sus propias carbonillas con madera de sauce, muele los pigmentos y trabaja con clara de huevo, con jabón de cera, goma arábiga.

Prepara sus tablas con gesso y cola de arroz y elige con cuidado los mejores papeles. De este modo logra tensar al máximo las posibilidades de los materiales con un manejo sabio y sutil de las técnicas.

Laura Malosetti Costa
Diciembre de 2006

Semillas, la muestra de dibujos y pinturas de Marina Curci que se exhibe en RO plantea con infrecuente virtuosismo técnico una poética intimista tambien inusual. Curci construye metáforas de infinito desde la sensible observación de las malezas espontáneas que crecen en las macetas de su balcón porteño.

En Curci conviven la observación del naturalista con la libertad metafórica del artista plástico. En algunas obras es dable identificar la Taraxacum officinale, el perenne diente de león de hojas oblongas y flores amarillas que se transforman en una miríada de finísimos plumerillos transparentes.

No hay recuerdo de infancia que no retenga ese prodigio al que Marina Curci vuelve en Composición Nº 6 (carbón sobre papel, 38 x 50 cm) y en la casi abstracción de Pastos y hojas II (temple al huevo sobre madera, 40 x 40 cm). En ambos casos la composición es intrincada pero sujeta a un orden armónico, análogo al de la naturaleza de la que parte.

Las cualidades de dibujante se imponen en los trazos controlados y dinámicos,en el ajustado registro de los valores.
Entre las dos obras citadas, Composición Nº 14 (carbón sobre papel, 45 x 62 cm) establece una suerte de mediación. Las fitoformas se concentran en el centro de la obra y proveen detalles de herborista experimentado. En la pintura el motivo se apodera de la totalidad del soporte y transforma, magnificándola, la observación minuciosa.

Cortaderas, vinagrillos, victoritas, cebadillas, tréboles, cebollines, componen el reparto de los modelos de Marina Curci. Algunas surgen de los intersticios de los muros, o entre los adoquines, recordándonos en la ciudad el suelo pampeano.

Esa presencia de la llanura infinita subyace en la obra de la joven artista. Su obra y la naturaleza de sus sujetos denuncian la nostalgia de la vastedad metafísica que ella convoca. Cree que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas, según enunció Walt Whitman en Canto de mí mismo.

Marina Curci aspira tal vez a transformarse en el espíritu de la naturaleza. En esta ósmosis pretendida llega a fabricar sus propios materiales. Fabrica sus carbonillas con madera de sauce, al modo antiguo muele los pigmentos, usa albúmina de huevo, goma arábiga, jabón de cera, prepara sus soportes con cola de arroz o gesso.

Esas minuciosidades artesanales se transfieren al virtuosismo del oficio. No en vano fue discípula de Guillermo Roux quien a su vez se inició en las bottegas italianas, junto a restauradores que no admitían la división entre arte y oficio, ese “embeleco del necio” según afirma el maestro Roux.

A Curci la naturaleza se le torna espontáneamente visión pictórica. La observa, la recompone y se la apropia en Pastizal con cardos III (temple al huevo sobre madera, 25 x 30 cm), Cardo y piedra (témpera sobre papel, 27 x 36 cm) o Pastizal al atardecer (25 x 36 cm). En estos pequeños formatos logra la vastedad,suscita la infinitud.

La fascinación del herbario tiene precedentes y linaje en la obra de Shakespeare, la Primavera de Botticelli, los promores de Redouté o los idilios de botánica rústica de la inolvidable Aída Carballo. Curci conoce estos y otros muchos ejemplos pero está internada en una búsqueda peculiar y compometida que ya dio las primeras evidencias en la muestra Piso 25 exhibida en 2004.

Marina Curci es nacida en Buenos Aires en 1969. Egresó de la Escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, frecuentó los talleres de Beatriz Varela Freire, Verónica del Giudice, Mónica Marcovich y Marina Licciardo, fue ayudante de Guillermo Roux en el mural emplazado en el Bank Boston. Actualmnte es profesora en la Fundación Roux.

En enero de 2006 fue a la Antártida (Base Esperanza) para pintar los hielos polares. Siguió el proyecto durante 2006 y en estos primeros días del año volverá, en el rompehielos Almirante Irízar, a llevar a cabo una nueva etapa de su aventura antártica.

La muestra podrá visitarse en RO Galería de arte, Paraná 1158.
De lunes a viernes de 11 a 20. Clausura en marzo. Entrada libre y gratuita.

Elba Pérez
Enero de 2007

“…Aquí en esta latitud (77º) todo el día es de día, el sol siempre está allí arriba, lo único que sucede es que hace un arco por sobre nosotros. Se acerca levemente al horizonte, pero como jugando no lo llega ni a tocar, rebota nuevamente para elevarse otra vez y recomenzar su danza semicircular sobre nuestras cabezas. Ya hace 25 días que no veo la noche…” Marina Curci, enero de 2006.

Un lugar desconocido para la inmensa mayoría de los seres humanos. No sólo desconocido sino difícil, casi imposible, de imaginar. No hay vivencias equiparables a la experiencia antártica (dicen los que fueron). El tiempo y el espacio, naturaleza y cultura, tienen allí unas coordenadas diferentes a las que se experimentan en todos los lugares habitables del planeta, sean cuales fueren.

Marina Curci viajó a la Antártida a bordo del rompehielos Almirante Irízar en 2006. Llegó a la Antártida luego de un largo período de trabajo y reflexión sobre la naturaleza, el paisaje y su punto de vista como espectadora primero, luego como constructora de paisajes.

La cuestión de la inmensidad ha sido una perspectiva central en su aproximación al paisaje. Primero fue la pampa, el “desierto” que llegaba hasta la vereda de su casa suburbana, que pugnaba por hacerse visible desde abajo del asfalto y las baldosas en la presencia – mínima, casi imperceptible – de los yuyos y pequeñas hierbas “indeseadas” en las veredas y jardines.

Desde ese lugar de reflexión se dispuso a encarar su experiencia en la Antártida, el mítico continente de hielo, sabiendo de antemano que enfrentaría una naturaleza por completo nueva, como un desafío a sus posibilidades de representar y de construir, a partir de su experiencia, un paisaje. ¿Cuál era su expectativa? Un viaje a la Antártida se intuye como una experiencia decisiva, supone enfrentar una relación desconocida con la naturaleza. Tal vez también un viaje interior, al fondo de las posibilidades de vivir y comprender esos procesos de acomodamiento a un entorno que impone unas reglas inexorables. El desafío del regreso sería lograr transmitir en su pintura algo medular de esa experiencia, algo que pudiera suscitar en el espectador algo más que la traducción de esa naturaleza desconocida a unos términos y parámetros conocidos. Sin embargo nada fue como esperaba, la dimensión de su extrañamiento fue desbordante.

Marina Curci llevó un registro minucioso de todas las instancias del viaje. Escribió, dibujó, fotografió, pintó. Aquí se exhibe una meditada selección de las imágenes que – a la manera de un diario – fueron hechas durante el viaje. Y con todo ese material trabaja, desde hace más de un año en su estudio, en una búsqueda interminable de las dimensiones profundas del cambio que la experiencia antártica operó en ella.

A lo largo del viaje hubo un proceso de reacomodamiento, que podría pensarse como un cambio paulatino en la ecuación cultura/naturaleza. Al principio su respuesta casi instintiva a la inmensidad oceánica fue concentrarse en la cultura que la contenía ante el abismo. Se dedicó a dibujar su entorno inmediato: el barco, el puente de mando, las máquinas, el universo cerrado de ese barco que era como una ciudad flotante, con sus códigos de convivencia, sus reglas y su rutina.

Laura Malosetti Costa
Julio de 2008

Cuando Mary Shelley escribe Frankenstein está pensando en otra cosa muy distinta de la que pensaron los productores de Hollywood cuando leyeron el libro.

Estos se esforzaron por hacer una morbosa descripción del monstruo.

Aquella necesitó sólo la presencia monstruosa, sin detalles, para contar en una historia dentro de otra, la vivencia espiritual de Robert Walton.

Ese relato, como las imágenes que hoy nos ocupan, transcurren desde un barco en el blanco frío hielo del polo.

Lejano lugar inalcanzable, para Shelley, el polo Norte.

El polo Sur, deseado paisaje de la Antártida, capturado, condensado por la mirada y los rápidos y certeros movimientos de la mano de Marina Curci.

La pintora había mostrado antes una evidente maestría en el uso de la témpera y la acuarela, destacada discípula del maestro Guillermo Roux.

Lograba en sus trabajos una imposible descripción de la realidad, una emotiva llegada a las cosas.

Pero el mar que la llama desde su propio nombre, le tendría deparada una aventura más allá del confín, tanto del mundo conocido como de los límites de su propia pintura.

Una misteriosa atracción la llevó a interesarse por el rompehielos Almirante Irízar, lo deseó, tal vez intuyendo que allí se escondía la clave para desentrañar un nudo.

Lo dibujó con minuciosidad conociendo sus entrañas.

Hasta que logró partir como pasajera en un viaje al sur, que pasaría el paralelo del círculo polar.

No lo emprendió como un viaje de turismo sino que enfrentó al frío con un trabajo febril que tuvo como fruto más de doscientas obras.

En cubierta, al aire libre, detrás del vidrio del puente de comando, envuelta en abrigos o la pintura congelada en la punta del pincel.

Insoportable el frío, inabarcable la belleza del paisaje.

Marina buscaba ya no el dato riguroso al que su técnica la tenía acostumbrada, sino el límite, la superación del límite, impulsada por un deseo imperioso, una urgencia. ¿Por qué esa necesidad de ir a buscarlo tan lejos? Algo había allí que no podría encontrar en ningún otro lado del planeta.

Y se lanzó a traerlo, nos lo trajo.

El catálogo, excelente, editado por la Galería RO con texto de Laura Malosetti Costa, muestra indicios de un diario de viaje, registro de de acontecimientos y lugares, que nos deja con la sensación de que cada anotación verifica que ahí no está realmente lo que se estaba buscando.

Estas obras no son la crónica de un viaje, si entendemos por viaje: ir en barco a la Antártida. El viaje es en otra dirección pero realmente se descubre, se percibe en su verdadero sentido, sólo al enfrentarse con aquella inmensidad, con la sutil diferencia de colores en las que se descompone el blanco y el azul.

Y aquí retomamos la cita de la novela de Shelley. En ella podemos vislumbrar la trama más fina, que se aleja de la espectacularidad del monstruo aquillado.

Robert Walton, un marino, en un viaje riesgoso en busca de la gloria se enfrenta ante su propio límite e imagina, inventa tal vez, y escribe en su diario una historia que es a la vez una reflexión sobre una toma de decisión.

Su propio monstruo interior, lo acosa y pretende destruirlo, él lo nombra como el relato de Víctor Frankenstein pero es ante sí mismo el enfrentamiento.

Cuando logra aceptar su propia contingencia, lo que consigue es ese renunciamiento que lo libera y a la vez lo potencia, descubriendo el momento de regresar a casa. Transfigurado.

Marina teniendo la capacidad del máximo despliegue, se sumerge en el silencio más íntimo y todo lo que podría haber dicho con mil recursos se termina concentrando en un sólo gesto. Lo consigue de un modo sorprendente en las más simples y abstractas acuarelas que se acercan a lo real, alejándose.

Todo con nada, nos transporta hacia el desafío de enfrentar a nuestro propio monstruo, alienta la valentía de llegar al silencio más profundo.

Podría pensarse: paisajes, otra muestra más de paisajes, con el agregado pintoresco de lo exótico. Pero no.

No parece una muestra más. Estas pinturas nos colocan en el límite mismo de la experiencia humana y precisamente por ser paisajes, por lo que se pinta evitando pintar, por su silencio monumental, por pararse al borde del ser o no ser, revierten en interioridad. Dejan de estar afuera para ser contempladas y se expanden adentro como conceptos visuales que la mente elabora para entenderse o mucho más allá, para animarse.

Dicen los que estuvieron: La Antártida es así, esa emoción.

Saben los que no estuvieron que no importa tanto cómo es o no es el continente blanco; más importa verse reflejados, como realmente somos, cara a cara con la desnudez de esas pinceladas. Motivados por eso, emprendemos el viaje.

Luis Espinosa
Julio de 2008

En la cubierta del buque Irízar, pinceles y acuarelas bailaron a cinco grados bajo cero. Galería Ro expone el meticuloso trabajo de Marina Curci.

La Antártida debe ser uno de los pocos lugares del mundo donde la naturaleza quizás todavía exista a pesar nuestro. No deben quedar muchos, es difícil encontrar naturaleza que no sea mediática. Todo es culturalmente traducido. El glaciar Perito Moreno se derrite con una cámara de Crónica TV las 24 hs registrando su final. Pobre masa de hielo, le pasa como a tantos en las terapias intensivas de las grandes ciudades, ni siquiera se pueden morir en paz.

La naturaleza se vuelve cada vez más frágil y perecedera, pero en la Antártida, el sur del sur del sur, quizás tenga todavía tenga algo titánico y perenne que nos conmueve.

Las acuarelas de Marina Curci son un registro respetuoso, desde cierta lejanía.

Va montada en un barco, es el verano de 2006, el rompehielos Irízar que abre un sendero en el mar. El mar es compacto, un suelo helado que hay que surcar para avanzar. Las acuarelas de Marina son también compactas, pero muy íntimas, marcan el paso de la mirada humana que tiene conciencia de su levedad.

Ver su obra es como volver al pasado, a los cronistas viajeros, los biólogos pintores, los enamorados de la vida, los que huían de sí mismos persiguiendo ballenas o bestiarios diversos, los aventureros, los que deseaban otro mundo mítico y salvador.

Allí fue Marina Curci, más Marina que nunca, una artista privilegiada que debe haber recibido azules, blancos, violetas y rosas que nunca olvidará. Los colores que no se fabrican con pigmentos, como nunca son, el ojo y el color enamorados en un instante de fugacidad.

Esa es la principal sensación que nos deja la muestra. La de la levedad de lo humano frente a ese Polo que amenazamos constantemente. Nosotros pasaremos, ¿el Polo Sur quedará? Lo leve mínimo, en pinceladas detallistas, agua de colores sobre papel, sensación de estar pasando…

Ir al fin del mundo es un acto que nos cambia la vida. Una vez, alguien en Ushuaia, mirando hacia el polo que estaba detrás de ese mar helado, me dijo: vine al fin del mundo a empezar a vivir la segunda mitad de mi vida. Es que el final es el principio.

Y el principio es una grieta que nos expulsa. Como la que abre el barco al cruzar los hielos. Algo de todo esto, de rito de muerte y nacimiento, hay en estos papeles dibujados en lápiz o pintados con acuarelas que ofrece esta artista.

Kekena Corvalán
Julio de 2008

Una artista que crece con cada nueva serie. En sus manos la acuarela parece hacer a la naturaleza.

Marina crece como artista en cada nueva serie, destacándose especialmente en el manejo de acuarela, pastel tiza y lápices acuarelables.

Así, en su modo de operar el color, dibuja con el pastel tiza y mezcla con la acuarela, produciendo una mancha personal: el amarillo de Nápoles da un blanco que inquieta por lo líquido que sugiere…

El mundo de la transparencia es más que nunca su mundo, como ya lo demostró en Detrás del Círculo Polar (septiembre 2008).

Si algo busca es este cruce entre Naturaleza y Pintura, explotando la materia de la pintura en toda su plenitud. Como ella misma dice, captar el momento en el que hombre está solo en la tierra, ese instante previo a lo cultural, lo muy propio, ese es su referente.

Esta nueva serie que presenta en Galería Ro, “En el bosque”, consta de 22 obras donde el tema es la flor, el follaje, las hojas, la naturaleza, una vez más, constitutiva de toda su poética visual. Parte de llenar su estudio de dientes de león, creando todos los jardines, el oceánico incluído.

Leyendo el texto del catálogo, una desviación poética-emotiva de su maestro Guillermo Roux, se acendra aún más ese espíritu tan simbolista de Marina, que esconde en el agua –elemento primero de toda su labor- una alquimia creadora de seres expectantes, microscópicos, abiertos y rebeldes.

Kekena Corvalán
Octubre de 2010

Acercarnos a la pintura de Marina Curci es querer aferrar lo que parecen ser hojas, flores, matorrales enmarañados.

Es querer desentrañar lo que estamos viendo y de esta manera acercarnos a un rincón de naturaleza poetizada.

Creo que, sin embargo, lo que Marina pinta está tan lejos de nosotros que esa naturaleza se nos escapa sumergiéndose en un indescriptible mar.

Para mí es difícil sentir que el agua no pasa entre los tallos, las flores, las hojas.

Esta pintura no es un pedazo de la realidad, aunque comience en ella.

Marina nos describe un mundo encantado, tejido por un laberinto que lo ata y lo desata.

Arabescos que crecen transformados en puro juego de la imaginación, arabescos que parecen enroscarse en nuestros sueños, arabescos que parecieran cerrar horizontes al mismo tiempo que abren otros, donde lo luminoso del rayo de sol queda atrapado. Y al lado, las profundidades en las que parece hundirse esa maleza.

Es en esta vegetación fantástica donde el imposible se junta con lo verdadero, temblando de oscura o luminosa emoción. Y podemos imaginarla dentro de lo humano; es entonces que esas imágenes tienen la atracción de lo desconocido. Entramos a estos laberintos atraídos por lo que parece simple y nos encontramos con sombras crepusculares, donde conviven el encanto de lo velado y la complejidad de lo opaco sin sonido.

Sólo una pintura en la que canta la vida de otros mundos.

Sé que en el Sur de Buenos Aires donde vive Marina no está Atenas ni hay Olimpos ni hay míticos bosques poblados en sus laderas. No están ni los Teseos ni los Filóstratos, tampoco los Puck ni las Elenas ni los Oberones. Pero seguro que hay hadas confundidas con luciérnagas en las noches de verano. Hadas que habitan el laberinto para que las luces del día no quemen sus alas.

Y de noche, en esas noches de verano quizás puedan dejar caer lágrimas como rocío.

Y “…sobre el llano de la colina, entre arbustos y moras silvestres, sobre el parque y el cercado, por entre el agua y el fuego, vagan por todas partes, más rápidas que la esfera de la luna, sirviendo de rocío al césped, los rastros que dejan los bailes de la Reina de las Hadas. Las altas velloritas son las pasionarias de las Hadas y se ven manchas en sus mantos de oro :son los rubíes, ofrendas de Hadas y en sus motas rojizas residen los perfumes.

Allí el Hada debe buscar las gotas de rocío y prender una perla en la oreja de cada prímula. Y entonces, cuando nos parece que todo lo representado va a ser nuestro, llega el momento del adiós. ¡Adiós tú, el más grave de los espíritus! Tengo que partir. Y allí se van las Hadas con todo su séquito…”*

No estamos seguros de que volverá junto con los hados, porque todo pasa.

El intento de aferrar tan resbaladiza poesía como es la de esta pintura puede llevarnos a tocar las alas de la libélula, que no acepta encierros ni doctrina ni cerrados laberintos, sólo conoce la alegría del rocío en una luminosa noche de sueño de verano.

*W. Shakespeare, del acto II, escena I (Un bosque cerca de Atenas), Sueño de una noche de verano, diálogo del Hada con Puck

Guillermo Roux
Septiembre de 2010

Dos años de investigación dan como resultado una muestra exquisita. El imaginario de Marina, una vez más, propone la experiencia de habitar otra atmósfera.

Marina Curci es una pintora argentina que aborda la naturaleza proponiendo un diálogo entre estético y científico, donde el resultado es una tensión inquietante, opaca, incierta y sumamente poética.

Hay un año decisivo: 2006, ya que allí realiza su viaje a la Antártida, compartiendo la vida cotidiana y pintando a bordo, ni más ni menos que en el buque Rompehielos Argentino Almirante Irízar, reafirmando su práctica de trabajo en el plein air, única mujer pintora que ha recorrido como artista viajera esas latitudes.

De esta experiencia fundante en su carrera saldrá la primer exposición que tituló Detrás del círculo polar, de 2008. Esta primera serie es un homenaje a los pintores viajeros, en un lenguaje más naturalista desarrollado a partir de la acuarela, su fluido esencial, a partir del cual construye una suerte de libro de observaciones directas.

Luego sigue su práctica investigativa siempre desde un acercamiento vivo a la naturaleza extrema, un permanente salir al motivo, dibujando en la montaña, en el hielo, convirtiéndose en escaladora, buscando siempre lo espeso y traslúcido de la experiencia visual para convertirlo en propuesta estética.

Parte de lo que se presenta en esta nueva serie, El Abismo, estaba contenido en En el bosque, la propuesta anterior, presentada desde dos características constructivas diferenciadas: las pinturas aéreas y las pinturas de primer plano y a la línea del ojo, mucho más inclusivas, para decirlo de algún modo. Ahora Curci retoma estas segundas obras, que serán su Jardín Oceánico, y elabora un diálogo entre su imaginario y la posible construcción realista de ese mundo inhabitable y abisal, para intentar justamente, una nueva utopía: habitar ese espacio.

El soporte físico sobre el que trabaja es papel montado sobre tela y enmarcado en caja negra, por supuesto, sin vidrio. Esto conjuga de manera especial su apuesta de llevar al máximo lo textil de un material a simple vista poco asible por lo fluido, que es la acuarela.

Es asombroso como Curci logra que este material se convierta en materia, tenga presencia compacta y aparezca como un sólido. La superficie de sus obras están atravesadas de capas, velos y desvelos, índices gestuales y pinceladas. Este es otro aspecto característico de esta artista, ya que ella produce sus propios pinceles, investigando en la herramienta misma.

Trabajando desde la total libertad, en un diálogo naturaleza / materialidad pictórica, Abismo es una propuesta de 2 años de labor y 12 obras consteladas que logran convertir el espacio de la galería de Roxana Olivieri en un fragmento de otro mundo imaginario, abisal, profundo y conmovedor, terriblemente poético, indefinido y espeso.

Kekena Corvalán
Agosto de 2012

El nombre para esta muestra de Marina Curci es Florescencia. No es la simple aplicación oportuna de un nombre que refiere a lo que vemos en su trabajo. Cada uno de sus actos contiene la cosmovisión y la reflexión de la alianza existencial que mantiene con la naturaleza. Tampoco es una muestra más.

Con la relevancia de un nuevo nacimiento, decide en cada oportunidad, el momento de su aparición, con la certeza que en cada reconfiguración espacial, trazada con obras anteriores e inéditas, se abre una nueva constelación con la promesa de transitar emociones diferentes.

Desde sus primeros recuerdos Curci está animada por la expectación ante el mundo natural, donde cada encuentro lo vivió con curiosidad gozosa, y cuyas huellas se convirtieron en los hilos que tejieron su sensibilidad. Sensibilidad de apertura continua, fresca y refinada que atraviesa todo su trabajo. Las obras para esta nueva constelación comprende producciones de varias series como: Semillas, Flores Azules, En el bosque, Abismo así como sus bautizadas Las pinturas libros.

Por otra parte, de forma inédita y realizada con su madre, Aida Blum, hay una instalación hecho con lana tejida y fieltro. También una serie de objetos en fieltro.

Ambas producciones tienen varios años de gestación y para la artista les ha llegado su Florescencia, que según el enciclopédico Quillet es la “Acción de florecer. Época en que las plantas florecen ó aparición de las flores en cada vegetal.”

La búsqueda en formar parte y diluirse en la naturaleza, es el deseo y la necesidad física constante de la artista. La frondosidad y complejidad de esa experiencia indecible, aparecen en la superposición de manchas de color sobre el papel, donde con la acuarela pareciera dejarse llevar, para después contener miles de micros intervenciones, trabajadas rigurosamente con otros materiales. En sus trabajos, con sus juegos pictóricos, nacen espacialidades que sugieren profundidades encadenadas, lugar en que el espectador queda atrapado en el misterio de lo insondable. Estas naturalezas poéticas, no se recortan. En cada composición se intuye un continuo, una manta envolvente de extensión infinita donde también nuestra razón se diluye.

Curci es una gran colorista. Con el manejo del color, con su fuerte en las variantes y matices, no solo logra festividad, frescura y belleza sino un discurso visual coherente y potenciador de su poética.

Así como en las pinturas percibimos un entramado, tópico de relevancia en el pensamiento de la artista, es en el fieltro y en lana tejida que ella encuentra, desde hace varios años el medio ideal para construcción del testimonio material y espacial de experiencia física e ideacional acumulada. Pues busca que, cada cruce de hebra sea la huella de cada gesto de trabajo en el tiempo, cuyo objetivo es instaurar una nueva dimensión.

A lo que va dar origen a sus flores y semillas, lo llama mis marañas.

Sus marañas recuerdan el origen de nuestro mundo natural. Un magma de elementos informes que se convirtió en el planeta que habitamos. El magma de Curci da origen a sus flores y semillas que en su carácter de módulos de fertilidad, van construyendo un paisaje nuevo, su lugar de existencia, que no es más que su punto de vista. Pero no pretende ser el punto de llegada, es preparar el terreno propicio para su nueva cita con la naturaleza fuente de su arte. Y para que cuando nuevas obras nazcan, en la inercia de su impacto produzcan situaciones asombrosas y experiencias vigorizantes.

Olga Correa
Septiembre de 2014

Conocí el trabajo de Marina Curci en una exposición en la galería Ro Art. Entonces, sus flores estaban desplegadas en muebles y paredes, y a mí me daba la impresión de estar adentro del gabinete de algún naturalista de hace dos siglos. Esas vitrinas inventadas y la precisión de las especies trasmitían una delicadeza perfecta, una exactitud taxonómica. Daban ganas de quedarse.

Ahora, en el libro, las flores respiran entre sus páginas, desprenden un perfume real (no puede ser que salga sólo de esa hoja de naranjo y esa echirum que dan la bienvenida al comienzo). Este libro es vegetal, alguna vez fue árbol. Quizás de ahí vengan esas ganas de olerlo y acariciarlo, o será una imagen transitiva que entra por los ojos. Todo lo que pinta Marina es bello, es táctil. Perfuma.

Marina es una apasionada de las flores tanto como de la pintura. Es fácil imaginarla en la alta montaña, conmovida ante un brote reciente, en el Lago Moquehue pintando perezias o a bordo del Irízar, yendo a buscar la última sobreviviente floral de la Antártida. O de chica, robando flores en el jardín de su abuela para llevarlas a su terraza. Hay un respeto: la copia fiel, el nombre científico, verdadero. En su espíritu de botánica hay además placer estético; un regodeo de colores y de formas. Con el dominio de la acuarela logra dar carnadura al pétalo del hibiscus, la begonia, la stapelia, el pensamiento.

Una vez Marina me contó que, para ella, en las flores hay una especie de autorretrato. “La flor no es la flor. La flor es cómo se la mire”, dijo entonces su maestro, Guillermo Roux. Y explicó: “Todo está en la flor. Pintar un ramo de flores es pintar el mundo. Las flores son zonzas cuando son sólo flores. Tiene el peligro de ser bellas en sí mismas. Son bellas mujeres. Hay que pintarlas con la seriedad de un desnudo. Porque lo son”. Con seriedad, sí, y con un profundo autoconocimiento, Marina pinta flores y pinta una parte de su ser (su fibra vegetal y paisajística, o toda su alma). Es una felicidad poder mirar su trabajo en estas páginas, llevarlo bajo el brazo, para salir, como ella, a descubrir nuevas especies.

Paula Zacharias
Abril de 2016

“Allá en la orilla de un carrizal enmarañado (…) ¡que cuadros y que vida!”
Fray Mocho. (Un viaje al país de los matreros)

“Busca a tu complementario, que marcha siempre contigo, y suele ser tu contrario”
A. Machado (Proverbios y Cantares, XV)

“Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol”
Haroldo Conti. (La balada del álamo carolina)

Bien mirados somos
aire y polvo en movimiento.

El recurso del tallo flexible que se deja llevar y luego se endereza.
La certeza rígida de la rama que se quiebra.

La naturaleza que nos excede
que a la larga ignora
los mojones y las fronteras
con que insistimos.

La que sabe del escollo que genera el reparo;
de la serenidad que borda el detalle;
de la fuerza que barre,
desparrama
y limpia.

La siembra, la mezcla, el accidente.

En el viento y en el trabajo de Marina Curci
lo que fue ayer
y será hoy
volverá mañana.

Como los ciclos que sostienen el devenir del planeta.

Nosotros en él -a pesar nuestro tantas veces-
los que respiran,
los que se mueven,
los que nacen
los que mueren.

Nosotros los que ya no están y nosotros los que no han venido aún.

En un cielo, en una ráfaga, en un sueño.
Médano y témpano.
Aquello que atrapa el lápiz que encuentra.
La goma que saca.
El gesto que lleva.

Así el registro se vuelve parte y todo.
Entero y desenvuelto,
ecosistema
renacido de horizonte

pájaro pincel,
agua que vuela,
papel que suspira,
lúcida acuarela.
Tierra, aire.

Soñamos ser el árbol durmiendo al pie del árbol.
Somos el rojo que todo verde lleva.
La luz cálida que sugiere la sombra fresca.

Cuadro a cuadro.
Sin secretos.

Ignora sólo aquél que no sujeta,
Frente al cuento
Que el cuento nombra.

Aire, sol, viento y fuego.
Pétalo, semilla, fruto, carne

Aquí,
Nosotros frente al espejo.

Pablo Solo Díaz
Las Flores 19 de septiembre de 2017